sábado, 4 de enero de 2014

Crimen en la rada exterior

(FNM) Cuento breve para leer y disfrutar durante el fin de semana.


Un crimp según la jerga marinera inglesa, es quien antiguamente reclutaba mediante engaños a los marineros y lucraba vendiéndolos a capitanes de barcos, quienes los necesitaban para  completar las dotaciones. En el siglo XIX para navegar un velero, era necesario un buen número de manos hábiles para largar o recoger el paño. En la Buenos Aires de la época como en la Lima peruana a este tipo de comerciantes humanos se los llamaba Patrón de Pensiones.



Tommy Moore fue el más famoso en la ribera de Buenos Aires. Propietario del bar-pensión  Shakespeare, aprovechaba el lugar para el reclutamiento forzado. Emborrachados  los desdichados marineros, eran drogados con láudano (vino blanco, azafrán, clavo, canela y opio). Por las dudas se despertaran antes de tiempo, un golpe en la cabeza que no fuera demasiado  fuerte como para matarlo pero que lo mantuviera dormido, lograba que el recluta recién despertara a bordo, lejos del puerto.

Si iba a parar a alguno de los barcos que navegaban  en el Río de la Plata se debía considerar afortunado, pero si su destino o era uno de los puertos lejanos de América o Europa, podrían ser secuestrados por los piratas de puerto que a su vez lo vendían a otro crimp y así reiniciar la rueda de su desdichada vida.

Cuando el infeliz se despertaba a bordo con la ayuda de una baldazo de agua fría  ya había perdido su identidad y con un nuevo nombre figuraría en el rol de la tripulación, documento suficiente para navegar por el mundo, sin que hubiera muchas preguntas por su origen y suerte.

Toomy que era un crimp  se vanagloriaba de no fallar en el reclutamiento. En los muelles se comentaba  que los capitanes que recalaban en Buenos Aires faltos de tripulación,  acudían a sus servicios y siempre quedaban conformes. Tenía su reputación y la hacía valer.

Además del vil oficio de reclutar marineros contra su voluntad, Moore era el propietario y regente de un quilombo, enmascarado de cabaret, llamado Shakespeare , que quedaba en la esquina de Lamadrid y Caboto, en el barrio de la Boca del Riachuelo, en el sur de la ciudad. La vista gorda policial y un buen negocio a repartir permitían su funcionamiento sin control alguno.

No lejos de ahí cruzando el río, en el Dock en construcción, estaba amarrada la balandra Newton, que hacia el servicio de cabotaje de cargas generales entre el Riachuelo y el Puerto de Montevideo. Su capitán era un norteamericano nacido de vientre irlandés, Alex Harrigan. Completaban el resto de la tripulación un contramaestre y tres marineros, que ya no recordaban donde habían sido reclutados: el trabajo y el alcohol habían borrado sus memorias.

Harrigan y su barco arribaron cinco años antes a Buenos Aires y metejoneado con la ciudad y su gente, o mejor dicho sus mujeres y los lumpen que vivían en la ribera, se quedó a hacer el tráfico de cabotaje a Uruguay y Brasil. Este era su último viaje y regresaba a Estados Unidos.

José Zabala, hombre de Bahía Blanca que alternaba su vida entre los barcos y la orilla, era uno de los marginales del barrio de la Boca, pero tenía su categoría, bien trazado caminaba erguido como los cafishos del puerto, pero no lo era. Había algo peor en su personalidad, era un asesino sin piedad. Mujeres y hombres le temían por su fama de guapo y su poca disposición a perdonar a sus circunstanciales contrincantes. Cuando estaba en tierra, lejos de los barcos, vestía al modo porteño: traje ajustado, timbos lustrosos, chambergo, poncho al hombro. Algo de su indumentaria  lo caracterizaba: conocía un solo color, el negro. Parecía anticiparse al luto de los muertos por su cuchillo.

Cuando llegaba al Shakespeare siempre lo hacía solo, pero armado de pistola y cuchillo Por eso no resultaba una presa apetecible para el crimp, a pesar de que tenía fama de buen marinero conocedor de las maniobras de las velas y ducho en el timón. Además, el día que faltara nadie lo iba a extrañar.
La noche del 12 de marzo de 1904 -como casi todas las noches- entró al cabaret de Moore. Tres debilidades tenía el guapo que lo terminarían vendiendo: el juego, la bebida y las mujeres.

En el lugar paraba una rusa de cabello rojo como el fuego y un cuerpo que abusaba de curvas, que había despertado pasiones y más de una pelea. Zabala la codiciaba y esa noche mientras bebía las consabidas cañas de vaso corto, la miraba por debajo de su chambergo, con la pasión que lo hacía respirar hondo, ansioso del juego amoroso  que se consumaba horas después en alguna de las piezas que estaban al fondo del salón.

Esa noche mientras iba con ese rumbo tomado de la mano por la rusa, se sintió mareado. No había bebido tanta caña como para que las paredes se movieran y las ancas de la rusa bailotearan delante de él tan rápido. Finalmente quedó dormido en un sopor pesado. Después, la nada. Solo fogonazos que como en cuadros se iban sucediendo.  Soñaba que cruzaba el Riachuelo mientras escuchaba los golpes de los remos en el agua. Luego se sintió izado como un paquete y tuvo la sensación de andar en carro por el empedrado, para nuevamente transformarse en un paquete.

Veinticuatro horas después un baldazo de agua del Río de la Plata lo despertó. Sentía la escora del piso, que era una cubierta jabonosa, y el suave cabeceo le indicaba que estaba navegando. Miró el cielo y solo vio velas y una enorme botavara.
Cuando lograba recuperarse del sueño un puñetazo le dobló la cara, mientras le anoticiaban a los gritos de que tenía un nuevo nombre y que estaba a bordo de un cúter, en el cual trabajaría y pasaría el resto de sus días útiles.
Se limpió la sangre que manaba de la boca y allí mismo comenzó a urdir la venganza y el escape. Mientras caminaba torpemente mirando por la borda a sotavento la costa de  Buenos Aires advirtió que estaban en la rada exterior navegando de bolina hacia el este. Se puso a trabajar para ganar la confianza del contramaestre que era quien lo había golpeado, buscaría la guardia de la noche para actuar.

Efectivamente esa noche tuvo guardia de timón y esperó que todos se fueran a dormir, quedó un marinero en proa únicamente. Zabala trincó el timón para no perder el rumbo, y camino hacia proa silenciosamente, con la palanca del cabrestante le partió la cabeza al proel. El pobre no emitió ni un gemido, lo que permitió al asesino buscar algo más útil para su desdeñable fin, un hacha que encontró en el pañol de proa. Con ella mató bárbaramente al resto, dejando al Capitán Harrigan para el final.

Consumada su obra macabra, lanzó a los desdichados por la borda y dejó abatir al cúter para que derivara contra la costa de Quilmes.

Cuando la Prefectura Marítima, alertada por los pobladores de la costa quilmeña, llegaron en bote hasta el playón donde estaba varada la Newton, encontraron las velas arriadas en desorden sobre cubierta, huellas de sangre por todo el barco y ningún cuerpo que pudiera aclarar que había pasado con los tripulantes. El barco era un testigo mudo. Solo quedaba la documentación y carga. Buscaron el Libro de dotación y vieron que estaba constituida por Capitán, contramaestre y cuatro marineros, todos con nombre extranjeros. De José Zabala no había quedado ni rastros. Moore y la colorada adivinaron lo que había ocurrido pero guardaron silencio. Suficiente problema tenían para salvar sus vidas del asesino que tarde o temprano se tomaría revancha.

Por Luis P.
13/12/13
FUNDACIÓN NUESTROMAR


1 comentario:

  1. Excelente cuento, es necesario saber como terminó Zabala, esta inconcluso el cuento.

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