(FNM)
Cuento breve para leer y disfrutar durante el fin de semana.
Un
crimp según la jerga marinera inglesa, es quien antiguamente reclutaba mediante
engaños a los marineros y lucraba vendiéndolos a capitanes de barcos, quienes
los necesitaban para completar las
dotaciones. En el siglo XIX para navegar un velero, era necesario un buen
número de manos hábiles para largar o recoger el paño. En la Buenos Aires de la
época como en la Lima peruana a este tipo de comerciantes humanos se los
llamaba Patrón de Pensiones.
Tommy
Moore fue el más famoso en la ribera de Buenos Aires. Propietario del
bar-pensión Shakespeare, aprovechaba el
lugar para el reclutamiento forzado. Emborrachados los desdichados marineros, eran drogados con
láudano (vino blanco, azafrán, clavo, canela y opio). Por las dudas se
despertaran antes de tiempo, un golpe en la cabeza que no fuera demasiado fuerte como para matarlo pero que lo
mantuviera dormido, lograba que el recluta recién despertara a bordo, lejos del
puerto.
Si
iba a parar a alguno de los barcos que navegaban en el Río de la Plata se debía considerar
afortunado, pero si su destino o era uno de los puertos lejanos de América o
Europa, podrían ser secuestrados por los piratas de puerto que a su vez lo
vendían a otro crimp y así reiniciar la rueda de su desdichada vida.
Cuando
el infeliz se despertaba a bordo con la ayuda de una baldazo de agua fría ya había perdido su identidad y con un nuevo
nombre figuraría en el rol de la tripulación, documento suficiente para navegar
por el mundo, sin que hubiera muchas preguntas por su origen y suerte.
Toomy
que era un crimp se vanagloriaba de no
fallar en el reclutamiento. En los muelles se comentaba que los capitanes que recalaban en Buenos
Aires faltos de tripulación, acudían a
sus servicios y siempre quedaban conformes. Tenía su reputación y la hacía
valer.
Además
del vil oficio de reclutar marineros contra su voluntad, Moore era el
propietario y regente de un quilombo, enmascarado de cabaret, llamado
Shakespeare , que quedaba en la esquina de Lamadrid y Caboto, en el barrio de
la Boca del Riachuelo, en el sur de la ciudad. La vista gorda policial y un
buen negocio a repartir permitían su funcionamiento sin control alguno.
No
lejos de ahí cruzando el río, en el Dock en construcción, estaba amarrada la
balandra Newton, que hacia el servicio de cabotaje de cargas generales entre el
Riachuelo y el Puerto de Montevideo. Su capitán era un norteamericano nacido de
vientre irlandés, Alex Harrigan. Completaban el resto de la tripulación un
contramaestre y tres marineros, que ya no recordaban donde habían sido reclutados:
el trabajo y el alcohol habían borrado sus memorias.
Harrigan
y su barco arribaron cinco años antes a Buenos Aires y metejoneado con la
ciudad y su gente, o mejor dicho sus mujeres y los lumpen que vivían en la
ribera, se quedó a hacer el tráfico de cabotaje a Uruguay y Brasil. Este era su
último viaje y regresaba a Estados Unidos.
José
Zabala, hombre de Bahía Blanca que alternaba su vida entre los barcos y la
orilla, era uno de los marginales del barrio de la Boca, pero tenía su
categoría, bien trazado caminaba erguido como los cafishos del puerto, pero no
lo era. Había algo peor en su personalidad, era un asesino sin piedad. Mujeres
y hombres le temían por su fama de guapo y su poca disposición a perdonar a sus
circunstanciales contrincantes. Cuando estaba en tierra, lejos de los barcos,
vestía al modo porteño: traje ajustado, timbos lustrosos, chambergo, poncho al
hombro. Algo de su indumentaria lo
caracterizaba: conocía un solo color, el negro. Parecía anticiparse al luto de
los muertos por su cuchillo.
Cuando
llegaba al Shakespeare siempre lo hacía solo, pero armado de pistola y cuchillo
Por eso no resultaba una presa apetecible para el crimp, a pesar de que tenía
fama de buen marinero conocedor de las maniobras de las velas y ducho en el
timón. Además, el día que faltara nadie lo iba a extrañar.
La
noche del 12 de marzo de 1904 -como casi todas las noches- entró al cabaret de
Moore. Tres debilidades tenía el guapo que lo terminarían vendiendo: el juego,
la bebida y las mujeres.
En
el lugar paraba una rusa de cabello rojo como el fuego y un cuerpo que abusaba
de curvas, que había despertado pasiones y más de una pelea. Zabala la
codiciaba y esa noche mientras bebía las consabidas cañas de vaso corto, la
miraba por debajo de su chambergo, con la pasión que lo hacía respirar hondo,
ansioso del juego amoroso que se
consumaba horas después en alguna de las piezas que estaban al fondo del salón.
Esa
noche mientras iba con ese rumbo tomado de la mano por la rusa, se sintió
mareado. No había bebido tanta caña como para que las paredes se movieran y las
ancas de la rusa bailotearan delante de él tan rápido. Finalmente quedó dormido
en un sopor pesado. Después, la nada. Solo fogonazos que como en cuadros se
iban sucediendo. Soñaba que cruzaba el
Riachuelo mientras escuchaba los golpes de los remos en el agua. Luego se
sintió izado como un paquete y tuvo la sensación de andar en carro por el
empedrado, para nuevamente transformarse en un paquete.
Veinticuatro
horas después un baldazo de agua del Río de la Plata lo despertó. Sentía la
escora del piso, que era una cubierta jabonosa, y el suave cabeceo le indicaba
que estaba navegando. Miró el cielo y solo vio velas y una enorme botavara.
Cuando
lograba recuperarse del sueño un puñetazo le dobló la cara, mientras le anoticiaban
a los gritos de que tenía un nuevo nombre y que estaba a bordo de un cúter, en
el cual trabajaría y pasaría el resto de sus días útiles.
Se
limpió la sangre que manaba de la boca y allí mismo comenzó a urdir la venganza
y el escape. Mientras caminaba torpemente mirando por la borda a sotavento la
costa de Buenos Aires advirtió que
estaban en la rada exterior navegando de bolina hacia el este. Se puso a
trabajar para ganar la confianza del contramaestre que era quien lo había
golpeado, buscaría la guardia de la noche para actuar.
Efectivamente
esa noche tuvo guardia de timón y esperó que todos se fueran a dormir, quedó un
marinero en proa únicamente. Zabala trincó el timón para no perder el rumbo, y
camino hacia proa silenciosamente, con la palanca del cabrestante le partió la
cabeza al proel. El pobre no emitió ni un gemido, lo que permitió al asesino
buscar algo más útil para su desdeñable fin, un hacha que encontró en el pañol
de proa. Con ella mató bárbaramente al resto, dejando al Capitán Harrigan para
el final.
Consumada
su obra macabra, lanzó a los desdichados por la borda y dejó abatir al cúter
para que derivara contra la costa de Quilmes.
Cuando
la Prefectura Marítima, alertada por los pobladores de la costa quilmeña,
llegaron en bote hasta el playón donde estaba varada la Newton, encontraron las
velas arriadas en desorden sobre cubierta, huellas de sangre por todo el barco
y ningún cuerpo que pudiera aclarar que había pasado con los tripulantes. El
barco era un testigo mudo. Solo quedaba la documentación y carga. Buscaron el
Libro de dotación y vieron que estaba constituida por Capitán, contramaestre y
cuatro marineros, todos con nombre extranjeros. De José Zabala no había quedado
ni rastros. Moore y la colorada adivinaron lo que había ocurrido pero guardaron
silencio. Suficiente problema tenían para salvar sus vidas del asesino que
tarde o temprano se tomaría revancha.
Por
Luis P.
13/12/13
FUNDACIÓN
NUESTROMAR
Excelente cuento, es necesario saber como terminó Zabala, esta inconcluso el cuento.
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