sábado, 13 de abril de 2013

Sylvia Iparraguirre. El país del viento.



Comentario: está visto que no solo los marinos mercantes esperamos el ansiado relevo.


 
Cabo de Hornos, 1932.
Arrojó las últimas paladas de tierra y colocó con cuidado unas piedras que señalaron la pequeña tumba. Su perro, su única compañía, había muerto aquella noche. Muerto de viejo, pero Donovan no encontraba consuelo. Había cavado a pocos metros de la barraca de herramientas del Faro. Allí descansaría, cerca de donde siempre había vivido. Con esfuerzo, levantó la cabeza. El basalto casi negro de las islas vecinas desplomado a pique sobre el mar era su único horizonte. Calculó todavía una hora de luz. Por costumbre, su mirada cayó sobre el islote de los lobos marinos. Absorto, contempló los pesados cuerpos deslizándose al agua; dos machos, las cabezas erguidas y los colmillos al aire, se provocaban a una lucha que, por pereza, no entablarían. Metros abajo, entre los recovecos de las piedras, grandes trozos de hielo subían y bajaban al compás de la rompiente.

TEXTO COMPLETO EN:    El faro.

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